domingo, 21 de diciembre de 2008

Big Bad City

Cuando lo conoci en casa del Indio Solari en Ramos Mejía, el Negro Cañón todavía no era un pesado. Era un tipo agradable, y daba gusto escucharlo conversar. Tenía una mirada luminosa y chispeante, y el rostro de un niño inocente. Era alto y robusto, pero su apostura y su actitud ante la vida ocultaban cualquier rastro de su alta peligrosidad.

El Indio parecía apreciarlo mucho. Esa tarde me recomendó que le prestara atención, ya que Cañón era sin duda una voz interesante para Cerdos & Peces, y yo inmediatamente encendí el grabador.

En aquella época yo tenía muy en cuenta la opinión del Indio. Una noche no muy lejana a esa tarde, había ido a visitarlo con Andrea, que todavía era mi amorcito, y le comenté que lanzaría una nueva etapa de la revista asociado con Leonardo Sacco –editor de El Musiquero y Rock and Pop– , y que estaba buscando un jefe de Redacción. "Creo que tenés que darle una oportunidad a Andrea", me dijo el Indio Solari con la puntería de un campeón de tiro. Unas semanas después, Andrea, con el seudónimo de Vera Land, se convirtió en la mejor editora que conocí en toda mi trayectoria, y juntos atravesamos la etapa más experimental, talentosa y psicótica de la historia de la revista.De modo que siguiendo el consejo del Indio grabé extensas conversaciones con Cañón, aunque el material nunca sirvió para armar una historia. Era muy esquivo a narrar sus aventuras, evitando, como es lógico, quedar comprometido en el relato de alguna malandanza.

Igual nos hicimos amigos. El tipo vivía en La Plata, y vendía una de las mercas más ricas que recuerde. Era el proveedor habitual del Indio y muy pronto se convirtió en el de la revista. En el transcurso de algunas noches desesperadas, mandábamos en taxi hasta su casa de La Plata a algún colaborador, que regresaba casi al amanecer pero con las provisiones imprescindibles para hacer la revista.

Fueron apenas dos o tres meses de relación antes de que el Negro Cañón cayera preso. Era uno de esos hombres con gran brillo personal; algo difícil de encontrar en el resto de los seres que se te cruzan en el camino, casi siempre abrumados por el peso del Plan que los guía como el lazarillo a un ciego. Una de esas noches viajaron de expedición mi amigo Metro acompañado por Gaby Meyer, el hijo del difunto rabino Marshall Meyer, y cuando llegaron a la casona donde Cañón vivía con su mujer estaban esperándolos los malditos toxis de La Plata.

Los toxis venían siguiéndolo al Negro desde tiempo atrás, y lo tenían semiacorralado por varias escuchas telefónicas, de modo que cuando Gaby Meyer terminó confesando que efectivamente le compraba la merca a Cañón, éste fue en cana.

Para evitar que comprometieran a su mujer, Cañón confesó lo que había hecho y lo que no había hecho. Fue a la cárcel y desapareció de mi vida.

Ya dije que jamás visito a mis amigos cuando caen presos. Solari, en cambio, lo visitaba habitualmente. Recuerdo que cuando conocí a Andrea y quedé atrapado por la psicosis del amor, mi padre estaba internado en el Policlínico Bancario, y yo apenas lo visitaba. Cuando el Indio se enteró de que necesitaba sangre, sin avisarme se presentó en el Policlínico y donó su precioso líquido. Unos años después, cuando la famosa prostituta Ruth Kelly –la primera puta que intentó sindicalizar a las muchachas– fue internada en una residencia para ancianos en Ramos Mejía, fue a verla y le preguntó qué necesitaba. El Indio no sólo visitó a su amigo, sino que además se hizo cargo de sus hijos mientras cumplía la condena.

El Negro Cañón demostró en la cárcel ser un auténtico pesado, enfrentándose sin reparos a los dueños del pabellón. A poco de llegar dejó bien claro quién era quién, formó su propia ranchada y se dedicó a proteger a los bolitas que caían por cocaína.

Transcurrieron casi tres años hasta que volví a verlo. Yo era columnista del diario Sur, y estaba por iniciar el tercer período –el más exitoso– de Cerdos&Peces. El Negro fue a verme al diario, y de inmediato se enamoró de una de las fotógrafas. Había salido en libertad condicional, y debía resentarse en el juzgado tres meses después. No se presentó nunca, cambió de nombre y desapareció en el anonimato de la ciudad. Durante ese período fuimos amigos, y jugándose la libertad condicional Cañón me acompañaba en mis aventuras nocturnas sin medir los riesgos de caer en alguna redada.

El suceso que me hermanó proverbialmente con el Negro Cañón y me hizo contraer con él una deuda difícil de pagar, sucedió en el famoso recital de los Redonditos de Ricota en el estadio Atenas de La Plata. Casi todos mis amigos y amantes decidieron viajar a La Plata para asistir al recital: Tom Lupo, el Negro Cañón, Ricardo Rangendorfer, "el chico de la moto" como llamábamos a Daniel –otro joven y hermoso pistolerito que era un experto en el uso del sable samurái–, Oscar –el abogado de los pistoleros–, Vera Land, Camila –la desopilante y extraordinaria novia de Tom Lupo de aquellos tiempos–, Marcelita –mi novia de aquel año–, Mariana y Carmiña –dos preciosidades platenses con las que venía coqueteando–, y por supuesto todos los muchachos de la banda de Lo Negro, que todavía eran los iluminadores de los Redondos.

Ensoberbecido por la impunidad de la que gozaba en la Capital, asistí al recital portando dos petacas de whisky y veinte papeles de cocaína que pensaba vender entre los amigos finalizado el recital. En aquellos tiempos, la única forma de tomar buena cocaína sin arruinarse era revender por el total del dinero invertido la mitad de lo comprado en la villa o al dealer de turno, y consumir gratis el resto. A veces el que me la compraba repetía la operación, y así el material que llegaba al último consumidor rara vez tenía más de un 25 por ciento de cocaína, o en el papel no había más que la mitad del gramo ofertado.

Yo era también adicto a la ciudad de La Plata, y junto con Batato Barea nos constituimos en los expedicionarios más avezados en los misterios de esa ciudad increíble, que tiene pasadizos intrincados y laberínticos por donde uno desaparece de la vida normal, y como en un cuento de Las mil y una noches reaparece en otra manifestación de sí mismo junto a personas desconocidas que se hacen entrañables al cabo de unas horas. Algunas de las aventuras que viví en esa ciudad fueron la demostración más convincente de la posibilidad de un modo de vida que podría denominarse humano. El resto del tiempo es sólo el penoso transcurrir de las rutinas de unos mandriles convertidos en ganado.

Pero yo sabía también que la policía de la provincia de Buenos Aires, y muy especialmente la de La Plata, estaba integrada por tipos de avería, verdaderos delincuentes uniformados, tal como se haría público y evidente unos años más tarde. Sin embargo, luego de ingresar en el estadio y ubicarme estratégicamente cerca de la cabina de sonido, me descuidé increíblemente. Gran parte de la responsabilidad de ese descuido la tuvo el hijo de la Negra Poly, a quien vi charlando con los policías y luego se aproximó para decirme: "Está todo bien, el lugar está liberado", dejando entrever que la policía no iba a joderme. Entonces le regalé un papel, y de inmediato me cayeron encima media docena de polis que me rodearon como hacen las obreras con la abeja reina, y me dijeron que me considerara detenido. Envalentonado todavía por mi experiencia con los canas capitalinos, di un par de gritos y me negué a la requisa. En ese momento de pura adrenalina sentí la presión del cuerpo del Negro Cañón detrás de mí, y su voz que me susurraba: "Pasame los papeles".

Fue un acto inolvidable. Ese acto jamás morirá.

Sólo en el campo legendario alguien puede arriesgar tanto para salvaguardar a un amigo. Cañón estaba en libertad condicional, y no podía darse el lujo de ser requisado. Si resultaba mal, le darían con seguridad ocho o nueve años de tumba. Sin embargo, allí estaba su mano en la oscuridad de la noche, apretándose contra mi cadera. En un acto descabellado de audacia le pasé los papelillos, y Cañón desapareció entre la multitud.

Tuvimos suerte. En ese momento se desató el pandemonio en el estadio. La policía empezó a tirar gases y la multitud entró en pánico. Los músicos huyeron del escenario, con excepción de Skay, quien sin prestar atención a los gases lacrimógenos, empezó a tocar un solo de guitarra tipo Hendrix, digno de ser registrado. Yo traté de aprovechar la debacle para desaparecer, pero los canas me siguieron de un lado a otro sin soltar prenda. La intención era detenerme cuando saliera del estadio. Entonces le pedí a Tom Lupo que llamara a un amigo que tenía cierto poder en el ámbito cultural de la ciudad, y me oculté en el camarín junto a Patán, quien se agarró a las trompadas con un cana de seguridad. Nunca lo había visto en acción. Fue una verdadera máquina de pegar piñas hasta que el cana pidió tregua. Finalmente, el Chico de la Moto me dijo: "Subite". Y a los pedos, pegando un acelere hasta los noventa kilómetros por hora, salimos del estadio y aterrizamos en un baldío a pocas cuadras. [...]

Fueron dos horas de vértigo y terror. Terminado el caos, nos fuimos reencontrando, y nos dimos cita en una casa que ofrecía el Negro Cañón en el centro de la ciudad. Marcelita había logrado rescatar una cámara de video que yo había dejado en depósito junto a los bártulos de la iluminación y ya daba por perdida. Vera y Camila habían llegado tarde, de modo que se salvaron de la despiadada represión y fueron directamente a la fiesta organizada por Cañón. Fue una cita de espectros. Todavía conservo en alguna valija el casete que grabé esa noche con la cámara de video. Hace un par de años volví a pasarlo. Estamos todos los personajes mencionados sentados a lo largo de una gran mesa. Todos hasta el culo de cocaína. Fue nuestra última velada como amigos. Algunas cínicas conversaciones que tuve con Solari esa noche me dieron a entender que el vínculo entre la banda y la revista se daba por terminado. En el video se lo ve al Indio con la mirada apagada. A Patán deambulando como un fantasma. A Vera y Camila riendo en los rincones. También aparece Virginia, la novia eterna del Indio, una muchachita encantadora con la que sostenía una amistad sincera antes de la ruptura.

Fue la penúltima vez que vi al Indio. La última sería en el Bar Británico, en medio de otra noche aciaga. [...]

Un par de años después, cuando la revista había cerrado y yo estaba atravesando uno de los períodos más negros, como si un rayo invisible e insonoro me hubiera incendiado la mente, le mejicanié a un español de paso por Buenos Aires el equivalente a un kilo de cocaína y le confié el dinero al Negro. "Te doy el dinero, vendemos merca y somos socios", le dije, y me desentendí del asunto. En esos negocios la palabra es la única garantía.

Sin el menor escrúpulo, Cañón me robó el dinero; y allí se inició una serie interminable de depredaciones a amigos y conocidos. En mi caso, se arrogó el derecho de estafarme por esa deuda contraída en La Plata.

Con el tiempo, a pesar de la "deuda infinita", empecé a sentir hacia él una profunda aversión. Comprendí que su despliegue de gallardía, la energía que inyectaba a las conversaciones y los encuentros, y su aparente adaptación a los demás, respondían en realidad a un plan tan simple y repugnante como inaceptable. Aparentemente el tipo vivía en la pobreza, pero utilizaba cada peso que saqueaba a su entorno para comprar propiedades que iba acumulando y poniéndolas a nombre de sus numerosos hijos.

El Negro Cañón se fue transformando así en un psicópata, capaz de seducir a una mujer y enamorarla con tal de conseguir su firma en una solicitud de crédito. Un ser tan mezquino que al evocarlo no puedo dejar de sentir un escalofrío de desencanto: el del mundo que transforma los palacios en pocilgas.

Por Enrique Symns